Tras su impresionante gesta en
Oropesa hace un par de años, la fama
del Capitán Morgaño se había ido extendiendo de comarca en comarca hasta
convertirse casi en leyenda. No era de extrañar que allá por donde pasara fuese
reclamado por las gentes llanas, ávidas
de héroes, para exhibir sus dotes como arquero en cualquier plaza o cruce de
caminos. En alguna ocasión, incluso,
había sido requerido como mercenario, junto a sus colegas, para
enfrentarse a gentes de baja ralea que tenían atemorizadas a la población y que
ellos, con una tanda de flechas certeras,
habían devuelto la paz y la seguridad en
la zona.
Esta vez la cosa iba a ser
diferente, ya no se trataba de una escaramuza
contra una pandilla de malhechores envalentonados por su elevado número pero
faltos de
armamento y carentes
de táctica militar. Esta vez habría que
vérselas, sencillamente ,
con...
un dragón. Acudíamos
a la llamada de un rey amigo solicitando
ayuda desesperada.
Sabíamos que existían y habíamos visto páramos chamuscados
tras su paso, pero jamás nos habíamos topado con ninguno de estos engendros del
infierno . Por aquel entonces, se rumoreaba que uno de ellos rondaba una población no muy
lejana llamada Cortegana y que tenía aterrorizadas a sus pobres gentes. Como
era agosto, un periodo de descanso y no teníamos a la vista ninguna otra hazaña
decidimos acercarnos por la villa a ver qué diantres podíamos hacer.
En nuestras idas y venidas habíamos ido conociendo a muchos
arqueros de toda la provincia que contábamos
como amigos y con los que nos encontrábamos de tarde en tarde, en cualquier
bosque recóndito o en los más afamados
torneos de la época, para poner a prueba nuestros progresos con el arco y la
flecha, a la vez que para comer, beber y saber de nosotros.
Uno de ellos era el hidalgo Don Martín "El Topo". De estatura escasa, de carácter prudente pero
alegre y como arquero de lo mejor. El otro era un afamado relojero
que en su poco tiempo libre había ido logrando gran pericia con su sencillo
longbow. Era Don Enrique de las Manecillas y Crono al que, en breve, el destino le tenía reservado un
lugar de honor entre los más grandes.
Ambos se sumaron a nuestra expedición en el último momento y
teníamos la certeza de que, además de su grata compañía, sus flechas estarían a
la altura de la empresa que se nos avecinaba.
Cortegana pertenece a la provincia de Huelva. Es un pequeño
enclave de unos 5000 habitantes situado en plena Sierra de Aracena, en la
Andalucía occidental. Cuando el viajero llega a Cortegana desde cualquier
dirección lo primero que le deja perplejo es la majestuosa fortaleza que se
eleva sobre el resto de la localidad.
Tras recorrer sus calles desiertas, en las que el olor a azufre y a miedo era inquietante, llegamos a un barrio en
las proximidades del castillo donde se habían ido reuniendo valientes arqueras y
arqueros llegados de todas partes. Todos con un mismo objetivo aunque nadie estaba al
mando. No había estrategia. Tan solo gestos secos y miradas adustas. Se intuía lo que habría que hacer llegado el momento: aprovechar la única
oportunidad que se nos presentase dejando que se nos acercase al máximo y
lanzarle una tanda de flechas acertando
en su corazón... si esa bestia lo tenía.
Aprobamos la sugerencia del Capitán Sir Black Morgaño y nos colocamos en un montículo frente a la cara oeste del
castillo. Una voz anciana aseguró que aparecería por allí, tras la torre del
homenaje, como cada tarde. Apostados entre el terreno rocoso formamos filas de
cuatro arqueros. Se levantó un viento a nuestra espalda que no hizo mas que
aumentar nuestros nervios y delatar nuestra presencia. La cosa se ponía fea.
Otra vez esa sensación de estar en la fiesta equivocada.
Un carraspeo sonó a mi espalda, giré la cabeza y allí estaba
Morgaño junto a Martín, en la siguiente fila pude ver de Don Enrique parloteando
a un hombretón de Huelva que iba completamente tatuado. Intercambiamos unas
fugaces sonrisas. Saber que estaban allí me daba seguridad.
Un chillido desgarrador me hizo voltear rápidamente la
cabeza. "Ahí está", musité. Y
entonces lo vi. Venía directamente hacia nosotros con un planeo arrollador.
Subimos los arcos y tensamos las cuerdas. ¡Que sea lo que Dios quiera!
Las flechas buscaron el pecho pero ninguna acertó su punto
vital. Sobrevoló nuestras cabezas sumiéndonos durante unos instantes en la
noche.
Viró de nuevo y cargó hacia nuestro encuentro pero esta vez
me fije en sus ojos. Lo entendí clarísimo, ahora iba a vomitar fuego. Apreté la empuñadura de mi arco y los dientes. Pero en ese instante escuché tras de mí la clara
voz de Enrique Manecillas lanzando una sentencia : " ¡Regresa al infierno,
hijo del diablo". Y una hermosa flecha emplumada en rojo y naranja surcó
el cielo enterrándose bajo el ala izquierda del monstruo. Un gruñido estridente
anunció su muerte.
Lo vimos caer en una bola de fuego al fondo del valle. Los
vítores retumbaron en la comarca. La pesadilla había concluido.
Caída la noche el castillo y sus alrededores se convirtieron
en una fiesta. La música, la carcajadas y el entrechocar de las jarras se
adueñaron de aquel pequeño mundo.